Acabo de tener conocimiento de que tu vida ha finalizado.

Nunca hasta hoy había sido sabedor de tu persona. Ignoro el color de la que ha sido tu mirada y ni tan siquiera puedo dar cuenta de tu nombre.

Apenas alcanzo a saber más allá de que dentro de tu persona se alojaba un T.L.P. y de que hará unas horas has muerto.

Si algún detalle ha llegado hasta mí no tienes porqué inquietarte. Seré discreto a lo largo de ésta mi palabra escrita.

La mentira piadosa, alentada en su día por la fe católica y redoblada ahora por el positivismo imperante, hace demasiado daño. “Tú no tienes de qué preocuparte que esto siempre se supera”.

Es un dictado que alcanza cada día a quienes, como tú, sufrís el trastorno límite de personalidad y que, en forma de placebo, se regala a quienes, como yo, tenemos presente el mismo trastorno en propia casa.

Ninguna voz experta da respuesta a la pregunta que empaña cada minuto de pensamiento. “Y ¿Qué pasa cuando no se supera?”.

La mentira piadosa alienta, como fuelle al fuego, una vivencia que a lo largo de la que ha sido tu vida de sobra conociste. Adivinas que estoy hablando de la culpa.

“Si pudiendo superarlo no lo he superado es que todo está mal dentro de mí y sólo merezco la muerte”.

Culpa, soledad y desconsuelo. ¿Qué voy a contar precisamente a ti?

Tu caída, la que ha cerrado con broche de sangre tu ciclo vital me retrotrae hasta otro precipicio.

Despedida la de la que fue mi infancia. Doce años entre mis manos y 1969 abriéndose paso en el calendario. Pocos días transcurrían sin que yo visitara un puente cercano a mi casa.

Para nada se hablaba entonces del T.L.P. y, de haberse realizado, un diagnóstico en absoluto hubiese hallado brizna alguna de T.L.P. en mi persona.

Sólo albergaba dentro de mí una convicción rotunda e inapelable. Si encarnada en noticia la verdad alcanzara los oídos de mis padres yo habría de entregar mi peso a la distancia que separa la calzada del aquel cauce.

Meses antes no pude impedir que ese sacerdote, tan querido en casa, me invitara a su celda para allí tomar testimonio, uno a uno, de cada centímetro de mi piel. El cuerpo desnudo, el alma deshilachada, la infancia ilocalizable.

Si estoy escribiendo en este momento es porque la verdad no llamó a la puerta de casa. El silencio extendiendo sus dominios. Mentira y  vida, siamesas que nada esperan.

Por tu fallecimiento, no hará dos días, la entrega a las alturas reaviva, dentro de mí y por partida doble, este sentimiento en el que se conjugan a partes iguales ternura y desolación.

No quisiera… no quiero por nada en el mundo que a lo largo de tu caída te sientas culpable.

Ignora, por favor, las voces que calibran acerca de hasta qué punto fue mala suerte al romperse la barandilla, egoísmo al no ponerte en el lugar de tus pobres padres, tortura contra ti misma convertida en obcecación o efecto de las sustancias con que tus arterias estaban engañando el cerebro.

Los sesenta y ocho años que suma mi edad me han dado para estar presente en la agonía de personas queridas. A buen seguro la despedida de mi madre fue quien me descubriera que el mayor favor que podemos hacer a lo largo de ese trance es el acompañamiento.

Nada de mentiras piadosas. Moribundo pero no por ello cretino. Flaco consuelo es repetirle que se encuentra muy bien y que la sanación aguarda tras la primera esquina.

Acompañamiento. Nada más que acompañamiento.

Permanecer a su lado, sus manos entrelazadas con las nuestras. Hablarle mientras el silencio recoge los ecos de un “Estoy a tu lado…. Aquí me tienes… No estás sola”.

La calma convertida en sinónimo de cercanía.

La despedida de la vida con cuanta dignidad sea posible. Serenidad, ternura y verdad. Tal vez, ¿por qué no?, la magia del amor.

Finiquitado mi desempeño laboral y desde la condición de jubilado dejo constancia de que si algo he aprendido trabajando ha sido que las gentes reas del infortunio el primer anhelo que albergan en su corazón es el de saberse y sentirse escuchadas.

Craso error el de los que, como yo, hemos trabajado al servicio de víctimas de la desesperanza. El consejo, por acertado que sea, poco calado anuncia si no va precedido y siempre hermanado con la escucha.

Ya sé que nadie nos ha presentado y, por supuesto, que es demasiado tarde. Sin embargo, quiero, en la medida que pueda, llegar hasta ti a lo largo de ese trecho que separa el balcón en tu casa de la acera. El convencimiento de que me tienes cerca.

Seguro estoy que, a tu manera levantaste una vida y que hiciste cuanto pudiste por sofocar el incendio de la desolación.

Fuera ya de todo tiempo permanezco a la escucha.